Una de las visitas imprescindibles para todo el que llega allí es la que os describo a contuación.
LA CAPILLA SIXTINA
Es, con seguridad, el lugar más deseado para quien va a Roma.
Y podemos jurar que no defrauda ni un ápice las expectativas creadas en
el que se dirige a visitarla recorriendo con ansia y con prisa los pasillos,
galerías, estancias y escaleras que conducen a ella a través de la inmensidad
de los Museos Vaticanos.
Es difícil caminar junto a la enorme cantidad de elementos artísticos
que se ofrecen a nuestra vista cuando dirigimos nuestros pasos hacia La Sixtina sin detenerse a
contemplar alguno de ellos.
Mientras caminamos, a nuestros flancos aparecen pinturas, objetos
litúrgicos, mapas gigantescos, planos antiquísimos, cerámicas, objetos de
culto, joyas, techos decorados con filigranas bellísimas. Ni siquiera caeremos
en la tentación de echar un vistazo a las estancias papales, donde Rafael dejó
las maravillosas escenas que cubren sus paredes.
Nada nos detiene, nada debemos dejar que nos detenga hasta que hayamos
podido satisfacer nuestro sueño: contemplar en las paredes y techo de la capilla la obra más genial de toda la
historia de la pintura.
No es fácil llegar hasta ella a través de un largísimo recorrido que
nos obliga a caminar entre multitudes que abarrotan las amplias galerías y obstruyen el paso detenidos en grupo ante
cualquier obra de arte escuchando las explicaciones del guía que los conduce y
al que siguen sumisamente, lentamente, con la vista puesta en la banderita que
éste lleva en su mano para que no se desorienten, de la misma forma que las
ovejas siguen al pastor que las cuida y las conduce por la senda correcta.
Uno que camina, si bien con dificultad, pero en todo caso libremente,
por los pasillos y vericuetos de los Museos Vaticanos con un objetivo
prefijado, con una meta definida, no puede por menos que sentir cierta lástima
por este turismo de aborregamiento artístico, cuando ve caminar con mansedumbre
y sumisión al guía de turno a estas legiones de turistas japoneses, americanos
o vaya usted a saber qué.
Uno piensa que el guía debe ser uno mismo. Nada debe interrumpir ese
momento mágico que se produce cuando yo, espectador, entro en contacto con un
artista muerto hace ya siglos, a través de su arte.
La obra de arte es un personaje más en el trío que genera algo
inexplicable como es este contacto que, superando el paso del tiempo, pone
frente a frente al artista y al amante del arte.
Cuando este contacto se produce, todo lo demás desaparece.
A la Capilla Sextina
se entra de repente, sin que uno haya sido consciente de que esa última puerta,
esa pequeña puerta sin importancia, nos ha dejado, como sin sentir, dentro de
un espacio que se abre de pronto ante nosotros como una explosión de color.
Uno tarda en reaccionar cuando está ya, por fin, dentro de la
inimaginable maravilla que aparece ante nuestros ojos.
Y no sabe hacia dónde dirigir la mirada.
Un rumor intenso de conversaciones y las órdenes repetidas a cada
momento por los vigilantes de la sala pidiendo silencio, nos saca de nuestro
atontamiento momentáneo y nos permite
darnos cuenta de que hemos caminado inconscientemente hasta el centro de la
estancia y de que estamos rodeados de gente, de una muchedumbre, mientras
nuestros ojos, que miran asombrados hacia los laterales y hacia la bóveda,
están a punto de dejar caer una lágrima por nuestras mejillas.
Es una emoción inmensa.
Nada se le parece. Quizás la llegada de tu primer hijo. Quizás tu
primer beso. Quizás tu primer contacto con la muerte.
Porque, verdaderamente, la contemplación de las pinturas de Miguel
Ángel te traspasa.
19 de agosto de 2008
No hay comentarios:
Publicar un comentario