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miércoles, 25 de julio de 2012

De mis visitas a Roma, hay un proyecto de libro con mis impresiones que, quizás algún día será realidad. Demos tiempo al tiempo. Los recuerdos sobre esa ciudad siempre están en mí como recién vividos.
Una de las visitas imprescindibles para todo el que llega allí es la que os describo a contuación.




LA CAPILLA SIXTINA





Es, con seguridad, el lugar más deseado para quien va a Roma.

Y podemos jurar que no defrauda ni un ápice las expectativas creadas en el que se dirige a visitarla recorriendo con ansia y con prisa los pasillos, galerías, estancias y escaleras que conducen a ella a través de la inmensidad de los Museos Vaticanos.

Es difícil caminar junto a la enorme cantidad de elementos artísticos que se ofrecen a nuestra vista cuando dirigimos nuestros pasos hacia La Sixtina sin detenerse a contemplar alguno de ellos.

Mientras caminamos, a nuestros flancos aparecen pinturas, objetos litúrgicos, mapas gigantescos, planos antiquísimos, cerámicas, objetos de culto, joyas, techos decorados con filigranas bellísimas. Ni siquiera caeremos en la tentación de echar un vistazo a las estancias papales, donde Rafael dejó las maravillosas escenas que cubren sus paredes.

Nada nos detiene, nada debemos dejar que nos detenga hasta que hayamos podido satisfacer nuestro sueño: contemplar en las paredes y techo de la  capilla la obra más genial de toda la historia de la pintura.

No es fácil llegar hasta ella a través de un largísimo recorrido que nos obliga a caminar entre multitudes que abarrotan las amplias galerías y  obstruyen el paso detenidos en grupo ante cualquier obra de arte escuchando las explicaciones del guía que los conduce y al que siguen sumisamente, lentamente, con la vista puesta en la banderita que éste lleva en su mano para que no se desorienten, de la misma forma que las ovejas siguen al pastor que las cuida y las conduce por la senda correcta.

Uno que camina, si bien con dificultad, pero en todo caso libremente, por los pasillos y vericuetos de los Museos Vaticanos con un objetivo prefijado, con una meta definida, no puede por menos que sentir cierta lástima por este turismo de aborregamiento artístico, cuando ve caminar con mansedumbre y sumisión al guía de turno a estas legiones de turistas japoneses, americanos o vaya usted a saber qué.

Uno piensa que el guía debe ser uno mismo. Nada debe interrumpir ese momento mágico que se produce cuando yo, espectador, entro en contacto con un artista muerto hace ya siglos, a través de su arte.

La obra de arte es un personaje más en el trío que genera algo inexplicable como es este contacto que, superando el paso del tiempo, pone frente a frente al artista y al amante del arte.

Cuando este contacto se produce, todo lo demás desaparece.

A la Capilla Sextina se entra de repente, sin que uno haya sido consciente de que esa última puerta, esa pequeña puerta sin importancia, nos ha dejado, como sin sentir, dentro de un espacio que se abre de pronto ante nosotros como una explosión de color.

Uno tarda en reaccionar cuando está ya, por fin, dentro de la inimaginable maravilla que aparece ante nuestros ojos.

Y no sabe hacia dónde dirigir la mirada.

Un rumor intenso de conversaciones y las órdenes repetidas a cada momento por los vigilantes de la sala pidiendo silencio, nos saca de nuestro atontamiento  momentáneo y nos permite darnos cuenta de que hemos caminado inconscientemente hasta el centro de la estancia y de que estamos rodeados de gente, de una muchedumbre, mientras nuestros ojos, que miran asombrados hacia los laterales y hacia la bóveda, están a punto de dejar caer una lágrima por nuestras mejillas.

Es una emoción inmensa.

Nada se le parece. Quizás la llegada de tu primer hijo. Quizás tu primer beso. Quizás tu primer contacto con la muerte.

Porque, verdaderamente, la contemplación de las pinturas de Miguel Ángel te traspasa.





19 de agosto de 2008




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