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domingo, 23 de septiembre de 2012

HACE TIEMPO, BAJO MI VENTANA, HABÍA UNA FUENTE. HOY YA NO ESTÁ. EN  EL CENTRO DE LA PLAZA QUE ANTES OCUPABA ELLA, HOY HAN COLOCADO UN PEQUEÑO ÁRBOL SOLITARIO QUE, NO SÉ POR QUÉ, ME PRODUCE UNA EXTRAÑA SENSACIÓN DE TRISTEZA Y SOLEDAD. SI PASÁIS POR LA PLAZA DE LÓPEZ DE HARO EN GUADALAJARA OS LO ENCONTRARÉIS. SI SOBREVIVE.
ESTA ES LA HISTORIA DE LA FUENTE QUE LE PRECEDIÓ.

LA FUENTE

 

En la pequeña plaza hay una fuente.

Es una fuente triste. Hoy está seca.

Por sus surtidores ya no mana el agua y su pileta está llena de papeles y restos de bolsas y envoltorios que las gentes depositan en ella.

Hoy, sus bordes de mármol sólo sirven como asiento a los grupos de adolescentes vociferantes que los fines de semana acuden a la plaza y utilizan su entorno como lugar de concentración previa a la entrada a los bares de copas que hay en las proximidades.

Ya nadie repara en el blanco lechoso de su piedra de mármol.

Lo cierto es que ya no existe ese blanco luminoso que ha quedado apagado y convertido en un gris sucio a causa de la capa de polvo que se ha depositado sobre la piedra a lo largo de los días.

Pero no siempre fue así.

Hubo un tiempo, recién construida, en el que su chorro brillante se elevaba luminoso hacia lo alto derramándose luego sobre la piedra y resbalando hasta la pileta por los ornamentos labrados a los que sacaba reflejos fulgurantes a su paso en contacto con la luz transparente de la mañana.

Luego, al golpear sobre la superficie del agua, arrancaba sonidos armoniosos en un murmullo continuo y burbujeante que convertía el pequeño espacio de la plaza en una caja de música que embriagaba a cuantos penetraban en ese pequeño rincón apartado de la ciudad y hacía que, como por instinto, todos cuantos pasaban por sus proximidades, bajasen el tono de la conversación por no romper la magia que el sonido del agua producía en el silencio casi intemporal de la pequeña plaza.

En aquel tiempo, sus aguas limpias y en continuo renacer no solo servían como elemento lúdico de un rincón de la ciudad, ya fuese por su sonido o por sus reflejos o por ambas cosas a la vez reunidas en torno a ese blanco transparente de sus mármoles, sino que también, a lo largo de las horas del día, era un atractivo lugar donde saciaban su sed las palomas que, posadas en los aleros de los edificios próximos, descendían de vez en cuando hasta posarse en sus bordes y, desde allí, picotear el agua de su pequeño estanque en esa ceremonia extraña que llevan a cabo las aves al beber.

Mientras tanto, el resto de la bandada, como una orla de pinceladas blancas en el borde de los tejados, emitía ese ronco rumor de sonidos como de un extraño violoncello que servía de acompañamiento al murmullo del agua y que en el silencio, podría suponerse el concierto de extraños seres que habitasen ese rincón perdido de la ciudad cuando las gentes, en la mañana del domingo, aún permanecían en sus casas abandonadas a un sueño reparador tras una noche de fiesta quizás más larga de lo habitual.

De vez en cuando, algún perro vagabundo, deteniéndose frente a ella y tras mirar indiferente a los grupos de palomas que estaban posadas en el borde, se acercaba al agua y bebía emitiendo un ruido de pequeño chapoteo que hacía levantar el vuelo a las aves cercanas que, al hacerlo, producían un repentino revuelo de batir de alas hasta llegar a los tejados próximos, rompiendo con ello por unos instantes el sagrado silencio.

Luego, indiferente a todo, el perro solitario continuaba su camino desapareciendo por alguno de los callejones que desembocaban en la plaza.

De vez en cuando aparecían los niños.

Para ellos nada importaba. Ni el silencio de la plaza, ni el murmullo del agua, ni los reflejos dorados del sol sobre los mármoles.

Pero cuando ellos estaban, todo lo demás pasaba a un segundo plano.

Sus risas y sus gritos eran mucho más importantes.

Para ellos, el agua, las palomas, la misma fuente, se convertían en elementos de diversión.

 Las palomas eran perseguidas incansablemente por los pequeños y cambiaban de lugar para no ser atrapadas.

 Y el agua…El agua era el elemento clave de los juegos. Había que sacudirla, revolverla, utilizarla como instrumento de un juego en el que se lanzaban unos a otros toda cuanta podían almacenar en sus pequeñas manos, entre risas y gritos y regañinas de sus padres que, finalmente enfadados, terminaban por coger de la mano a sus hijos y alejarse de ese lugar lo antes posible, dejando de nuevo la plaza sumida en un reino de silencio por algún tiempo.

Pero todo tiempo de felicidad es limitado y para ella no fue distinto.

No sabe muy bien como ni por qué, pero poco a poco fue siendo objeto de pequeñas agresiones que le fueron produciendo lesiones que nunca eran reparadas.

Una vez fue golpeada por uno de los vehículos que, como empezó a ser frecuente, invadían la plaza utilizándola como lugar de aparcamiento a pesar de la prohibición y que, despreciando de manera arrogante ese no se qué de mágico que a veces tienen determinados rincones de las ciudades, penetraron en su espacio rompiendo para siempre el silencio y la paz.

Otra vez fueron los grupos de jóvenes que cada día, haciendo uso de esa falsa libertad de la que se sienten poseedores, se dedicaron a arrancar alguno de sus ornamentos con la única finalidad de pasear como extraordinario trofeo ante sus compañeros de absurdas aventuras los restos arrancados.

Así, poco a poco, tal como sucede con tantos árboles caídos, comenzó a ser objeto de indiferencia para todos y su aspecto terminó siendo lastimoso y sucio.

Ante semejantes carencias, alguien responsable del ornato de la ciudad, decidió clausurar definitivamente su función y suprimió el agua de sus caños.

Desapareció como fuente quedando, como recuerdo lastimoso de una existencia en otros días feliz, solamente unos pequeños restos semiderruidos que hoy siguen ocupando el lugar en el que siempre estuvo.

Nadie recuerda ya que un día fue un elemento indispensable y hermoso para muchos.

Hoy, solamente el agua de lluvia que se almacena de tarde en tarde en su pileta semidestruida le recuerda que un día toda ella era agua y música y reflejos.

Dicen que tan solo la luna en esas noches en las que el agua se almacena en su pequeño recipiente, desciende hasta ella y reflejándose en su espejo, le cuenta viejas historias que en otros tiempos ambas conocieron y dicen igualmente que, escuchándola, a la vieja fuente le brotan no se sabe de donde, lágrimas que escurren por sus rotos mármoles y, por unos instantes, cayendo sobre las aguas de lluvia, reproducen una vieja música que recuerda los murmullos de otros tiempos.

Se sabe que la luna sonríe melancólicamente al escucharla.

 

Jorge Mato Huelves

 

Guadalajara abril de 2007

 

 

 

 

 


 

 

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